domingo, 29 de abril de 2007

Tras las huellas del último Sereno


El casco viejo compostelano guarda aún los ecos de su caminar pausado y ese tintineo insistente de llaves que abrían y cerraban todas las puertas. Pero muy pocos recuerdan ya al último sereno. Al hombre que recorría las calles como un extraño ser de la noche. Al vigilante insomne que, reclamado por dos palmadas, socorría con igual prontitud al vecino caído en desgracia que al estudiante ebrio o al transeúnte olvidadizo. Solo en una calle en la que el tiempo parece haberse detenido, como la rúa del Villar, perdura aún el rastro de sus huellas.
La librería González está liquidando sus fondos, ya casi no quedan libros en los expositores. El que fue su fundador, Manuel González, debió conocer bien al último sereno. ¿Cuantas veces no cerraría las puertas de su establecimiento?, ¿cuantas veces no mantendría con él esas fugaces conversaciones que dan sentido a la rutina cotidiana? “¿Cómo va la noche?” “Algo fría, pero tranquila”. Pero el viejo librero ya no está y su viuda, Aurora Otero, a penas guarda en la memoria algunos fragmentos desdibujados del sereno. “Llevaba capa, un gorro de plato. Hacía la ronda por todo el casco viejo. No le puedo decir más, pero aquí hay mucha gente que lo trataba....” Antes de marchar no puedo evitar la pregunta. ¿Qué van a abrir aquí cuando desalojen la librería?”, “Una tienda de Coronel Tapioca”, responde Aurora.
Rondas nocturnas. Mi siguiente parada, a penas a unos metros, es el Bazar Villar. Se fundó en 1865, lo que convierte a esta juguetería en uno de los establecimientos más veteranos de la antigua Compostela. Tal vez por eso su propietario, Manuel Villar, sabe mucho de muchas cosas, también de serenos: “Estaba sentado en el restaurante Alameda y después hacía la ronda. Cubría la rúa del Villar, Caldedería, Huérfanas y todas las calles de la zona vieja”. Y prosigue: “Tenía las llaves de las rejas de los establecimientos comerciales y los cerraba sobre las once de la noche”. Los vecinos, prosigue nuestro informador, también requerían los servicios del sereno para abrir los portales y los estudiantes para poder acceder a las modestas pensiones donde se alojaban. La señal eran dos palmadas. Para sus otras funciones de vigilante se valía de un curioso artefacto. “Tenía una porra que escondida bajo la capa, pero sólo era para amedrentar, porque él ya era una persona de edad. No podía complicarse mucho la vida, por eso cuando había algún problema llamaba a la Policía”. Los servicios del sereno, que eran muchos, las sufragaban los comerciantes, que pagaban una cuota mensual para procurarse una vigilancia que salvaguardase sus negocios de los cacos y malechores. Ya sabemos algo más sobre el último sereno. Pero todavía no tiene rostro. ¿Quién era ese hombre misterioso que deambulaba por las calles cuando los demás dormían? “Pregunte en el Azul, allí es donde paraba entre ronda y ronda”, dice Villar.
Parada en el Azul. En el Azul uno de los camareros más veteranos sabe quien fue el último sereno. “Se llamaba Ramón Buján y vivía en la rúa del Espíritu Santo, por eso era como un ángel de la guarda que velaba por todos nosotros”, bromea. A continuación me señala una modesta silla frente a la entrada en la que el sereno se sentaba para mantener la vista en lo que ocurría en el exterior mientras se tomaba un pequeño descanso. En el Azul guardan un grato recuerdo de Buján, a quien siempre admiraron por su discreción y profesionalidad. “Nunca hablaba del trabajo cuando estaba con nosotros. Era una persona muy seria y muy formal”, explica el dueño. Pero a veces salían algunas anécdotas a la luz. Era inevitable. Es así como nos enteramos de que Buján era muy querido por los estudiantes. Había noches en las que acompañaba a algún muchacho a quien, tal vez por andar en asuntos de amoríos o bien por verse enredado en esos guateques estudiantiles tan memorables, se le pasaba la hora de volver a casa. Buján procedía entonces con la discreción que le caracterizaba, acompañando al joven a su hogar y obrando con eficacia para evitar un conflicto doméstico. Silencioso introducía al díscolo muchacho en su morada. El padre alertado por el ruido de las llaves salía a comprobar. “¿Que hace aquí. Ocurre algo?”. “No. Es que se había dejado usted las contras abiertas y venía a cerrarlas”. Y el joven, ya cobijado bajo las sábanas, agradecía en silencio la lealtad de su amigo el Sereno.
La familia. Casi al final de la calle del Espíritu Santo encuentro un bloque de casas de paredes amarillentas. Recuerda mucho a esas viviendas sociales que tanto proliferaron en los años 50. La casa del último sereno era modesta pero digna. Cuando pulso el interfono mantengo una remota esperanza de escuchar la voz pausada de ese personaje mítico que recorría las noches compostelanas, pero surge una voz de mujer. “¿Vive ahí Ramón Buján. El último sereno?”. “Sí aquí es, pero él murió hace años. ¿Que quiere?”. Subo las escaleras y aparece ante mí una mujer bajita, de piel morena y con los cabellos plateados. Es Isolina Couso, la viuda de Buján. Me invita a entrar y veo las paredes ornadas con fotografías y retratos. Son los hijos y los nietos de la familia Buján. Detengo la mirada en un grabado donde un Ramón Buján ya entrado en años aparece retratado junto a su esposa. “Nos conocimos en Arzúa. Su familia tenía una panadería a la que yo iba mucho y así fue como empezamos a hablar. Él estaba viudo y yo también estaba sola. Fue cosa del destino”, dice.
Cuenta su viuda que Buján empezó a trabajar como sereno poco después de terminar la mili. Tenía seis hermanos y pocos recursos, y en aquellos tiempos había que agarrarse a lo primero que salía. Era un trabajo duro, había que acostumbrarse a pasar las noches en vela y dormir de día. De la boca Ramón Buján jamás salió una lamentación, más bien al contrario parecía disfrutar con su trabajo. “No se tomo un solo día de descanso. Decía que era lo que le daba de comer y estaba contento”. Sin embargo Isolina no llevaba bien pasar las noches en vela sin su Ramón y a veces el temor se apoderaba de su ánimo: “Lo pasaba muy mal cuando estaba de ronda, pensando que le podía ocurrir algo”. Y como ocurre con esas parejas que se conocen y se aman y que por amarse se conocen aún más, Isolina sabía leer en el rostro del sereno que tal había ido la ronda: “Cuando venía muy serio no le decía nada hasta la mañana siguiente. Entonces le preguntaba, ¿qué te pasó que no abriste la boca. Y me decía que habían roto una luna o que habían volcado un contenedor”. Y es que a Ramón Buján los daños causados a los bienes públicos le dolían como algo propio.
Premio a la fidelidad. Tanta fue su dedicación que a principios de los ochenta, cuando ya los serenos se habían convertido en una especie en extinción y los comerciantes de la zona vieja empezaron a prescindir de ellos, el Ayuntamiento de Santiago se empeñó en contratar al señor Buján, para que continuase velando las calles compostelanas. Y las rondas de Buján se prolongaron hasta 1986, convirtiéndose por méritos propios en el último sereno de Galicia. Algunos años más tarde quedó incapacitado. Tenía que estar permanentemente unido a una silla de ruedas. Su mujer y él se fueron a vivir a una casa en Arzúa, donde permaneció por espacio de tres años. Después regreso a su querida Compostela, donde pasó los últimos días de su vida y pudo contemplar por fin como era a la luz del amanecer en esas ruas y rueiros que sólo había conocido al ponerse el sol. “Murió aquí. En su casa, con su gente”, sentencia Isolina.
Ya en el momento de jubilarse se habló de hacerle un homenaje al entrañable sereno compostelano. La idea volvió a surgir cuando se celebró su funeral, pero nada se hizo. Hoy el recuerdo del último sereno sólo perdura en las mentes de aquellos que le conocieron, de los que compartieron con él fugaces charlas nocturnas, de aquellos comerciantes que le confiaban su pan, de los estudiantes y vecinos de Compostela que reclamaban sus servicios con dos palmadas al grito de “¡Sereno!, ¡Sereno!”.
Texto: Jesús J. Blanco.
Foto: Cedida por la viuda de Ramón Buján.

domingo, 1 de abril de 2007

Tres opciones de vida adulta en el autismo

Flavio regresa a casa acompañado por su madre. Antes de entrar hace mil piruetas, juguetea, da vueltas sobre sí mismo y se agacha para coger piedras pequeñas o arrancar algunas hierbas con sus manos y arrojarlas al aire. Por fin supera la verja del jardín, pero antes de entrar en casa realiza nuevos rituales, como pasar su mano varias veces por los peldaños de la escalera o caminar adelante y atrás. Parece feliz. «Cada día lo mismo. Hay que tener paciencia...», comenta Josefa Rodríguez con resignación. «Anda, Flavio, dile a este señor cuantos años tienes». Se hace un poco de rogar pero responde: «diez». «¿Cómo que diez, pero si tienes 31, y hasta te han salido canas», bromea la mujer.

Flavio es uno de los miles de afectados con trastorno de espectro autista (TEA), un conjunto de alteraciones semejantes pero que se manifiestan en un grado y forma diferente de unas personas a otras. En líneas generales todos los autistas presentan dificultades para la comunicación y la interacción social y desarrollan una serie de patrones repetitivos en su conducta. Los padres son las otras víctimas involuntarias de esta discapacidad, pues muchas personas con TEA requieren una atención constante. Una vida organizada y un horario programado desde la mañana hasta la noche son las claves para conseguir que la realidad que Flavio comparte con su madre sea un modelo de convivencia. A las 9.30 horas Flavio espera el autobús, que le traslada al centro de día de la Fundación Menela, en Galicia, donde realiza diversas actividades tutelado por monitores. Las manualidades y las labores del campo le mantienen ocupado durante la jornada y le permiten desarrollarse en aquello que le gusta. A las seis de la tarde regresa al hogar y ayuda a su madre en los quehaceres cotidianos. «Le mando hacer su habitación y la deja impecable», comenta Josefa con orgullo. Aunque se siente feliz de poder compartir la vida con su hijo Josefa García sabe que la situación no puede durar para siempre y el futuro le preocupa. 

La Fundación Menela, con sede en Nigrán, ofrece una atención integral a las personas con autismo, que también comprende la edad adulta. El inmenso complejo, situado en un entorno natural, se levanta sobre una superficie de 30.000 metros cuadrados, espacio más que suficiente para establecer dotaciones y servicios adaptados a las diferentes edades y características que presentan las personas con autismo. «La Fundación surge a partir de la sensibilización de varias familias y gracias a la donación de terrenos de algunas personas concienciadas con el problema del autismo», explica el presidente de este órgano, Cipriano Jiménez. Los usuarios asisten al centro de educación especial hasta que cumplen los 18 años. A partir de esa edad se incorporan a la unidad de Castro Navás, que dispone de centros de día y talleres ocupacionales para la vida adulta donde los usuarios pueden desarrollar un amplio abanico de actividades. Algunos usuarios, como Flavio, pasan allí el día para volver al hogar por la tarde, otros permanecen en régimen interno en el centro residencial. El reto que se plantea ahora Cipriano Jiménez es crear un servicio para la tercera edad, que cubra la atención de personas con un alto grado de dependencia. «Los autistas tienen derecho a vivir su vejez con dignidad y en unas condiciones adecuada», sostiene. 

Una vida plena ¿Pero es posible que los autistas puedan llevar una vida como la nuestra? ¿Una vida que les permita independizarse de sus padres y trabajar y ganar dinero para lograr su plena integración en la sociedad? Una de las iniciativas más revolucionarias proviene de la asociación Bata para el tratamiento del autismo, con sede en Vilanova. Este colectivo, en estrecha colaboración con la Asociación de padres de Os Mecos ha puesto en marcha dos pisos tutelados o, como prefieren llamarlos ellos, viviendas con apoyo, que combinan el desarrollo de la labores cotidianas del día a a día con programas de inserción laboral en empresas dispuestas a incorporar en su plantilla personas con autismo. 

Alejandra Rodríguez comparte su vida con otros cuatro adultos con discapacidad en una de estas viviendas. «Está con nosotros los fines de semana y siempre que tiene que hacer las maletas para volver al piso siempre va contenta», comenta su padre, Laureano Rodríguez. Una vez incorporados a la vivienda su vida se desarrolla con la misma normalidad que la de cualquiera de nosotros. «Es como si estuvieran en Santiago compartiendo piso con unos colegas. La única diferencia es que aquí cuentan con un amigo más, un monitor de apoyo», explica Natalia Mariño, profesora de Bata. 

Para las personas con autismo son muy importantes los apoyos visuales, por eso utilizan pictogramas que les indican con quien van a estar en cada momento del día. «Unos van al taller, otros a trabajar en empresas ordinarias con monitores de apoyo, hay una chica que está en fisioterapia porque necesita rehabilitación para su espalda», explica Natalia. Por la tarde regresan al piso y hacen actividades en comunidad, como ir al supermercado o al cine. «Son ellos quienes eligen qué hacer en su tiempo libre, porque es muy importante tener en cuenta su capacidad de elección», afirma.